periodismo cultural y nueva obra

 

     POLÍTICAMENTE CORRECTO

 

 

 

El ideologismo habitúa a la gente a no pensar, es el opio de la mente; pero es también una máquina de guerra concebida para agredir y “silenciar” el pensamiento ajeno. Y con el crecimiento de la comunicación de masas también ha aumentado el bombardeo de los epítetos: una guerra de palabras entre “nombres nobles”, nombres apreciativos que el ideólogo se atribuye a sí mismo, y “nombres innobles”, descalificatorios y peyorativos, que el ideólogo endosa a sus adversarios. Lo malo es que para el ideólogo el epíteto exime del razonamiento y lo sustituye. La descalificación ideológica no necesita explicación ni motivación. El ideologismo concede certeza absoluta y, por tanto, no requiere pruebas ni presupone una demostración.

 

Las ideologías –y en grado sumo la ideología marxista– ya están muertas, pero de ellas ha sobrevivido lo “políticamente correcto”: una ideología sin metafísica ni filosofía que la respalde, que se reduce a ser una forma de matar el pensamiento sustituyéndolo con epítetos peyorativos. Me explicaré mejor. El fin de las ideologías lo profetizaron muchos estudiosos en los años sesenta, pero a decir verdad se trataba de una profecía un poco prematura. Además, el fin de la ideología significaba esencialmente el fin de la ideología marxista –que sin duda era la más importante y la más fuerte–, pero no de la ideología en general como (por utilizar la expresión de Benedetto Croce) “categoría del espíritu”. En cualquier caso, la profecía prematura de los años sesenta maduró con el derrumbe del Muro de Berlín en 1989. Bajo sus escombros acabó también la ideología estalinista-leninista y todo lo que había sobrevivido de la ideología marxista o marxiana.

 

Ahora bien, lo cierto es que el deceso de aquella ideología no significa que haya desaparecido también la mentalidad ideológica, la forma mentís, y por tanto las gafas con las que se mira el mundo. En su día, la ideología se calificó como un pensar que ha terminado de pensar: un conjunto de pensamientos muertos que ya no piensan, sino que, por el contrario, repiten obsesivamente eslóganes y consignas.

 

Lo políticamente correcto no es ni siquiera heredero de un pensamiento. Se limita a ser una guerra donde se combate a base de epítetos que eliminan las palabras “incorrectas”, declaradas incorrectas. Lo que nos deja a merced de una pura y simple ignorancia armada.

 

Desde hace ya casi dos siglos, el intelectual de Occidente vive libremente. Ya no es interrogado ni quemado por un Torquemada, ha dejado de estar al servicio de un mecenas que lo mantiene, y no acaba en la cárcel por delitos de opinión. Pero incluso viviendo en libertad, ¿somos verdaderamente libres de “pensar libremente”? Quien se ponga la mano en el corazón y rebusque bien sabe perfectamente que no lo somos. Cárcel no, pero presión e incluso intimidación sí, y mucha.

 

Las verdades “de derechas” y “de izquierdas” siguen con nosotros. Quien no se deja intimidar conserva, es cierto, su libertad, pero también se queda en tierra, es un don nadie castigado con el silencio, con el ostracismo y la marginación. La fama, el éxito, los premios, van casi siempre a parar a manos de los que husmean el viento de lo políticamente correcto. En el plano de la ideología como forma mentís y como “pensamiento bloqueante”, el ideologismo no ha sido derrotado. El fin de la ideología, para serlo de verdad, tiene que ser también el final del piensabien y de la tiranía de la ideología sobre el pensamiento.

 

¿Derecha, izquierda?

 

 

Si bien en cierta medida las ideologías han llegado a su fin, desde luego lo que no ha desaparecido es el uso de las palabras “derecha” e “izquierda”. Uso que, por el contrario, volvió a estallar con la denominada revolución estudiantil de 1968. En aquella época se fantaseó incluso con una matemática de izquierdas, con una nueva forma (de izquierdas) de fabricar coches, etcétera. Esas y otras tonterías parecidas cayeron pronto en el olvido. Lo que no quita que en el plano teórico los dos contendores en cuestión se expliquen y se justifiquen con dificultad. ¿Por qué la “arabofilia” es de izquierdas? Vaya usted a saber. ¿Por qué el pacifismo es, hoy, de izquierdas (mientras que con Marx desde luego no lo era)?

 

Pero si esos dos conceptos son difíciles de defender en teoría, en la práctica, hasta la caída del Muro de Berlín, las cosas estaban así: correspondía a Moscú y al marxismo decidir qué era de izquierdas y qué no. Lo que implicaba que todo aquello que ocurría en la URSS, o lo que convenía a la política soviética, era “de izquierdas” (por definición), mientras que todo lo que ocurría en el mundo capitalista era “de derechas” (por definición).

 

Desde entonces, la izquierda tiene dificultades para definirse “de izquierda” y da bastantes bandazos. Lo que no impide que las etiquetas izquierda y derecha sean difíciles de erradicar (pese a que muchos intelectuales afirman que ya están superadas). En realidad, no están tan superadas. En el nivel de la política de masas siguen vivas y coleando. Porque son como una brújula. Nos orientan. Y también constituyen una identificación que nos ancla a algo.

 

Por otro lado, la caída de la madre patria ha estimulado la búsqueda de un significado profundo de “izquierda”. What is left of left? ¿Qué queda de la izquierda? En ese debate mi tesis ha sido que la “izquierda” es (era o debería ser) la política que apela a la ética y que rechaza la injusticia. En sus intenciones de fondo y en su autenticidad, la izquierda es altruismo, es hacer el bien a los demás, mientras que la derecha es egoísmo, es atender al bien de uno mismo. Pero además, para complicar las cosas, intervienen las “consecuencias imprevistas” de nuestras intenciones. Lo que Hegel denominaba “la heterogénesis de los fines” y “astucia de la razón” desborda las intenciones: el egoísmo puede producir resultados de interés colectivo y, análogamente, el altruismo puede degenerar en un daño generalizado. Es lo que nos explicaba Adam Smith con su teoría del mercado como “mano invisible”.

 

De entrada, la izquierda tiene unas credenciales ganadoras: es virtuosa y persigue el bien. Y también de entrada, la derecha se defiende mal: no se ocupa de virtudes y atiende sólo a sus asuntos. Pero también a esos efectos se da una contraindicación. Puesto que la “derecha” no apela a ninguna moralidad, no está expuesta a la quiebra moral. Por el contrario, quien alardea de moralidad perece de inmoralidad. Las credenciales éticas de la izquierda son también su talón de Aquiles. Robespierre practicaba una virtud en la que creía. Sus sucesores predican una virtud en la que creen poco y que practican menos aún. Al día de hoy, la izquierda sigue siendo moralmente genuina por lo que respecta a quienes creen en ella y a sus activistas de base, pero en su mayoría es moralmente hipócrita en sus vértices. Digámoslo así: si el poder corrompe un poco a todo el mundo, a quien más corrompe es a la izquierda cuando llega al poder.

Una izquierda que carece ya del anclaje del marxismo puede ser una izquierda que nos haga echarlo de menos. Por erróneo que fuese, el marxismo era en todo caso un instrumental doctrinario de respeto. Contra el marxismo se podía discutir, contra la nada o contra la hipocresía se discute malamente.

 

Giovanni Sartori

 

    Tomado de revista Relaciones nro.302 (Montevideo,  julio 2009)



 

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Giovanni Sartori fue uno de los intelectuales contemporáneos más relevantes en el análisis de las democracias y los sistemas de partidos políticos. Politólogo y sociólogo de mirada corrosiva e insobornable, fue capaz de aportar brillo, humor y, sobre todo, mucha claridad al embrollo legal, social y político de la sociedad italiana. A menudo con refrescante ironía y cierto sarasmo flotando sobre la carga científica que le permitían transitar con elegancia por un pensamiento tradicionalmente áspero.