periodismo cultural y nueva obra

Sociedad

23.07.2011 18:14

 

      Cambio de perspectiva

        en la  filosofía social

 

Hoy día no se elabora un ideal de vida ni se procura que ese ideal se extienda a todos. Se busca un modelo en el sistema de la comunicación y la publicidad, sistema con enorme influencia en el campo de la intercomunicación social. La filosofía ha descifrado este fenómeno, revelando la nueva fisonomía de la sociedad humana. El conocimiento y la cultura son temporalizados, despojados de su carácter permanente y trascendente, e incrustados con brusquedad en la realidad temporal regida por los intereses del consumo extremo.

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La sociedad de nuestro tiempo, como ha señalado la más reciente filosofía social, ya no se organiza en torno al ideal individual, en torno a la imagen que cada uno aprecia y hace suya, cuya máxima expresión incluye la posibilidad de su extensión a todos los congéneres. Hoy día predomina un ideal colectivizado, que cada uno desea para sí y que hace suyo, si puede. Si con anterioridad cada individuo abrazaba un ideal, centrado en algunos principios universales, prevalece ahora la inclinación a adoptar un ideal socializado que se organiza en torno a un grupo de tendencias heterogéneas. Esta diferencia es capital, aunque parezca insignificante. La conciencia individual no influye determinantemente sobre las iniciativas del sujeto, abandonando la conducción de las operaciones. Es el sistema el que se encarga ahora de iniciarlas ante las múltiples solicitaciones que llegan como lluvia y que constituyen la forma de vida contemporánea. Este cuadro responde, al menos, a una descripción genérica, aunque no abarque a la totalidad de los individuos.

Las solicitaciones de la vida comunicativa se enmarcan en el cuadro de las necesidades cotidianas y son emitidas por los medios electrónicos habituales de la sociedad de consumo. Van al encuentro de los sujetos como mensajes publicitarios de toda clase, en la vía pública y en toda la variedad de medios de comunicación de masas, y eluden con éxito las defensas conscientes y críticas de las personas. Se concretan muy pocas veces en las esferas de la educación formal, de la lectura de libros o de las instrucciones de profesionales o técnicos. Esos mensajes están siempre relacionados con intereses espurios, del consumo y del dinero, e influyen en el mundo de la vida, en el orden temporal, en la esfera de la vida corriente, arraigada al medio, a la inmediatez de la vida en la calle. En realidad, cursan los mismos caminos que el que recorre la gente en busca de solución a sus problemas y de satisfacción para las necesidades más urgentes. Allí los afanes y las sugerencias se interfieren.

Las sugerencias presentan una característica notable: su contenido está por encima de las ideologías, de los partidos, de las instituciones. Todos las respaldan directa o indirectamente, permanecen indiferentes o las toman como un rasgo típico de la sociedad actual o como un mal menor. Constituyen un plano masivo e indiviso de incumbencia social, aunque no de enlace y menos de entendimiento. La tradicional ansia de trascendencia, cultivada en privado, los ideales de superación y la consecución de una moral relacionada con la unidad entre el pensar y el hacer, característica de una circunstancia (no se diga de una época) que se tiene por superada, entran en franca contradicción e introducen al sujeto en un profundo conflicto de personalidad, por lo general disimulado o escondido. Los sentimientos, el fervor religioso, la pasión por el arte, el cultivo de la serenidad y de la soledad constructiva, aquello en que se ha volcado la ansiedad y la angustia, suelen transmutarse en conductas distorsionadas que buscan compensaciones, consuelo o evasión, y frecuentemente el suicidio.

No se trata, como se dice frecuentemente, de que no haya tiempo para lo trascendente, porque hay tiempo de sobra para el entretenimiento, las fiestas, el deporte o los viajes. Ocurre, más bien, que lo mundano ha tomado el lugar de lo trascendente, y en este momento histórico es la frivolidad (o se podría decir, la inmanencia vaciada de su riqueza subjetiva) aquello que satisface las expectativas vinculadas a la moda y al entretenimiento. La trascendencia ha sido avasallada por el cultivo mimético de los deseos y de los afanes, no de aquellos que estaría dispuesto a alimentar el individuo si estuviera lograda su emancipación espiritual, sino de aquellos impuestos subliminalmente. El tráfico de solicitaciones le ha condicionado la conciencia y la imaginación. La sensibilidad es menoscabada y finalmente embrutecida, con lo cual se ha producido la inversión perfecta de su realización personal, de su autonomía y perfeccionamiento naturales.

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Si se atiende a los innumerables diagnósticos de la teoría posmoderna se comprueba que lo permanente, en su dimensión abstracta o psíquica, ha sido abolido. Una dimensión intemporal, que la cultura había rescatado del devenir incesante y que gravitaba social e individualmente en la conciencia del ser humano, se ha vuelto visión, en este momento histórico se ha vuelto audición, degustación, olfacción o tacto; se ha mimetizado en la superficie amorfa e inestable de la interrelación humana. En términos generales, ya nadie es uno; cada uno es todos. Se ha perdido la atemporalidad, un bien preciado por el cual el ser humano se sobrepone a cualquier calamidad. La única coordenada que cifra la época contemporánea es espaciotemporal y lineal. Esta coordenada, para colmo, se conecta muy ocasionalmente con el pasado y casi únicamente en celebraciones. La condición de temporalidad, por otra parte, anula o por lo menos deja de reconocer los campos de actividad inteligente que han sido descubiertos y descritos por la ciencia biológica, por la psicología, por la neurología, campos en los cuales la mente despliega una actividad de pensamiento no lineal incesante e intensísima.

La conciencia ha quedado reducida a lo representacional, a lo plural (todos deseamos ser iguales o, mejor dicho, todos deseamos ser el mismo). Ha ocurrido lo inesperado: la cultura parece ser ahora aquello que antes obraba para reclamarla (espectáculo, noticia, pancarta, caricatura, historieta, murmuración, ruido), volviéndose cotidianeidad y acción forzada que obstruye la creatividad. Los atributos del espíritu, representantes del ideal de cada sujeto, se han hecho materia a través de los ritos públicos, que si no alcanzan a colmar los caprichos del gusto, nuevo, perentorio y perecedero, se amplían con otros ajenos a la colectividad o sincretizados impíamente y dotados de nueva significación identitaria, con sabor a localidad. La periferia se ha ido al centro, y el centro, es decir, Grecia, Roma, el Cristianismo, el Renacimiento, el Clasicismo, el Romanticismo, el Impresionismo, el palpitar intenso del siglo XX, la cultura que se renueva permanentemente en el arte y el pensamiento: ese centro se ha fugado. Se ha corrido a los márgenes, haciendo lugar a lo verdaderamente minoritario, de lo cual difícilmente puede desprenderse trascendencia, aquella particularidad humana que había llevado a Francisco Romero a escribir: “ser es trascender”.

Se relega, de la misma manera, la esperanza de la autorrealización. Desde cierta posición, para gozar de la cual es suficiente con tener asegurado el sustento diario, se elige una forma de realización mostrenca, extraña. Se apela a la forma de producción fordista, en este caso de producción de humanos en serie, que va de fase en fase, ideológica, psicológica, moral. La familia, que no desaparece sino que cambia, y la educación, que no cambia sino que desaparece, se metaforizan pulverizando en unas fórmulas estereotipadas el contenido de superación espiritual que deberían encarnar. Casi no existe en ellas ya la trascendencia y se acoplan a las modalidades de los medios de comunicación regidos por el consumo.

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Esta constelación de novedades no es de fácil percepción: es, en realidad, uno de los temas o de los objetos de estudio y de investigación más importantes de la filosofía actual. El cambio de visión y de perspectiva de la vida de las sociedades humanas es descrito casi enteramente por la filosofía o por las ciencias afines. Parece que, en contra de lo que a veces se piensa, la filosofía actúa como una de las disciplinas más importantes, de mayor cosmovisión, obrando como modalidad que integra todo tipo de conocimiento y que abre la posibilidad de una nueva relación entre las ciencias, las humanidades y aun la poesía y las artes.

El novísimo y en parte triste punto de vista posmoderno se extiende, invade el periodismo y se transforma en la especialidad de los nuevos pensadores. Hace carne en los coloquios, en las polémicas, y asoma sin falta en la política profesional, con pocas excepciones. Las mentes profundas permanecen calladas o se relegan solas como efecto de la hegemonía de superficialidad e impacto. Ahora bien, ¿cómo se percibe en el ambiente cotidiano, en la vida diaria, en el encuentro con los amigos, en el seno de la familia, en la calle, en fin, en ese mundo que algunos filósofos actuales llaman “mundo de vida”? ¿Qué apariencia tiene la posmodernidad, la sociedad líquida, la mundialización, la globalización, la sociedad sin hombres, el fin de la excepción humana, el fin de la historia o de las ideologías, etcétera, en la calle, en el barrio, en el pueblo, en la soledad de los campos?

En verdad, nadie se reconoce en el cuadro que se acaba de pintar. No se encuentra la figura real de un sujeto posmoderno que se reconozca a sí mismo, de un individuo mimetizado con el medio, despersonalizado, sin subjetividad, sin interioridad profunda, sin esa tensión que en cada persona se extiende desde lo espiritual hasta lo meramente comunicacional e indisimulablemente frívolo. Todos tienen corazón, afecciones, pasiones; son pocos quienes no cuentan con un núcleo de dignidad moral y con una reserva de energía axiológica. Nadie se siente consustanciado con el fin de los relatos ni con ninguna simbiosis que pueda hacer de la personalidad sólo un dibujo de espuma en el aire. No hay posmodernos a la vuelta de la esquina ni en el camino al supermercado; es difícil dar con algún conocido que se reconozca como contemporáneo del nuevo tiempo. Todos están conscientes de la evolución del individuo y de la sociedad e, incluso, siempre están dispuestos a quejarse y a desahogar su corazón ante todo aquello que encuentran mal habido o desviado.

Las reacciones vinculadas a los rasgos flagrantes de la época actual, sin embargo, la metamorfosis de las costumbres, la irrupción de contradicciones cada vez más pronunciadas, el tan mentado abandono de los principios, la universalidad del valer, todo eso aparece con dificultad y aflora sólo si se escarba, como si se tratara de actos en potencia sepultados en lo hondo del fuero íntimo. Están dispuestos a materializarse, pero sin saber bien cómo hacerlo, con qué gestos, con qué palabras, en qué ocasión y con qué tono de voz, encargado éste de dar el ajuste final a las intenciones. Pero están; las reacciones están; hundidas, ocultas, secretas, dubitativas o inestables, pero están ahí, en todos los individuos susceptibles de la masificación, del consumo y de la sensibilización subliminal.

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¿No es evidente, acaso, que el fenómeno se constituye en el orden de una realidad que está por encima de la comunicación individual y por encima también de la que se consagra entre los individuos todos? La filosofía social ha tenido que inferir esta evidencia con intensa laboriosidad, porque ella no emerge espontáneamente de la conciencia de las personas. Ha tenido que tejer su teoría para que salte a los ojos la confirmación de una calamidad aparentemente intangible. Desde hace décadas ha venido deshilvanando los problemas, pero no deshilvanando el hilo invisible que se esconde entre algunas causas recónditas y algunas consecuencias apenas perceptibles, lo que quizá hubiera sido más fácil. Ha venido, en pocas palabras, revelando la incongruencia entre la idealidad esperanzada y la más desolada frustración. Ha debido enfrentarse a la falta de correspondencia entre el afán de superación y la inmanencia enajenada, entre el anhelo de trascendencia y el fracaso de la realización personal. Ese ha sido el camino que se ha seguido y el puñado de alternativas, oscuras y también oscurantistas, que se han encontrado y entre las cuales no se sabe a ciencia cierta en cuál se está.

No se puede confirmar una preocupación más acendrada que en el plano del diario vivir, el de la gente con la que interactuamos y que cada uno constituye como parte indisoluble. Nada puede ser más sensible, más perspicaz, más inteligente. Sin embargo, se confirma a duras penas, porque la gente habla poco y casi se podría decir que, en este sentido, vive en la luna. ¿Por qué no se da cuenta? No porque sea tonta. Parecería que sabe todo aunque no dice nada. No se da cuenta o hace que no se da cuenta porque se la ha instalado en el tiempo, a la fuerza: se la ha incrustado en el devenir. Y se le ha expropiado la duración, el devenir propio, el tiempo personal y único. No se puede escapar a ningún mundo en el cual el tiempo cese de transcurrir por un momento, impulsado por la crueldad de los minutos y de los segundos. No puede detenerse un momento para apreciar en dónde está y qué tiene alrededor. Se sabe que el deseo de superación ha sido siempre el gran escape, como el de un niño. Un sólo movimiento espiritual de creación autónoma y auténtica realización, como puede ejecutar el niño que hace de la imaginación su juguete preferido, habría sido suficiente para emanciparse. Pero ha sido más fuerte el exterior mediatizado. El mercado tecnológico, enloquecido, le ha arrancado la imaginación, la ha disecado la innovación, el descubrimiento y la creatividad.

Al confirmar la falta de geometría entre la esperanza y los hechos, entre lo esperado y lo prometido, entre el ideal —no hay que tener desconfianza de esta palabra rodoniana— y una realidad que en verdad no le corresponde ni se merece nadie, aparece el porqué de esta ignorancia conocida, de esta inconsciencia consciente. La razón última aparece cuando se percibe la diferencia entre la aspiración a lo superior, necesidad a la que todos tienen derecho, es decir, la aspiración a lo trascendente, y la porción de pobreza educativa y cultural que se recoge en el medio, las migajas de un mundo intercomunicativo colonizado, la producción en serie de golosinas que ahora vienen envueltas en papel de lujo y con la forma que antes tenían los reclamos, tentaciones ahora industrializadas, empaquetadas y puestas a la venta. Esta es la razón de que no se hable, de que no se comprometa… y quizá de que no se piense.

 

Jorge Liberati

 

*Tomado de revista Relaciones Nº 323 (Montevideo, abril 2011)

 

 

 

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