periodismo cultural y nueva obra

Crónica

27.05.2011 22:27

 Los  pichones  de  Matusalén   

 

 

 

 

Cuando empiezan a vibrar las paredes tenemos la certeza: comienza el noticiero de las 19:30. Lasor se encarga, poniendo el volumen de la tele al máximo, de hacernos saber: hora de las noticias. Los cuadros tiemblan en sus marcos, los libros abren y cierran las páginas, las estatuitas se balancean en los pedestales. El sismo de los acontecimientos hace temblar el sector norte del edificio de apartamentos en el que vivimos. Lasor, nuestra vecina inmediata, se llama Frau Hinder-Roth, en realidad, tiene 94 años –y aparenta 71. Es una personita pequeña, un manojo de vitalidad comprendida en un metro cincuentayocho, rebosante de buen humor, chispa e ingenio. Su sonrisa es “¡de dientes auténticamente falsos, jovencito, usted no sabe lo que me costó hacerlos, un dineral, así que a la menor oportunidad trato de mostrarlos!”. Frau Hinder-Roth está sorda como una tapia (nunca entendí el porqué de este coloquialismos: ¿es que hay vallas de oídos aguzados?) y se ganó, por parte de este sudaca irrespetuoso, el sobrenombre apocopado de Lasor.

Se la pasa recluida. Sabemos que aún respira a partir de las 19:30 con el inicio del tsunami sonoro. Otros indicios de que aún pertenece a este lado de la calle son los diarios tirados en el felpudo a la entrada del dpto y las visitas que cada martes y viernes le hacen los jóvenes voluntarios de Spitex. Sino, silencio Tampa totales. La Catalana teme al día en el que Bagdad no se meta más a través de los muros al caer la tarde y signifique que Labor estará en brazos de Ronald Reagan despotricando al Sr. Arbusto.

En los primeros días de nuestra instalación hogareña, distribuyendo nuestras pocas pertenencias por la única habitación, martilleando aquí u allá los muebles de IKEA (una fábrica sueca de muy baratos accesorios funcionales estilo do it yourself made in Polonia o China los cuales vienen desarmados y uno tiene que intentar luego recomponer minimizando el margen de error a fuerza de clavetear, forzar y putear) Lasor se apersonó a nuestro domicilio, toda risa tiburónica y, primero, se excusó del ruido que ocasionaban sus bombardeos en Palestina pero “normalmente los bombardeos son cosa ruidosa y yo tengo una mínima influencia en la situación política de Oriente Medio, sabe, y, aparte, tengo un leve problema auditivo”: Luego metió su cabeza barrocamente peinada por la rendija de la puerta. “Quería saber si sus martilleos eran en protesta por el ruido de mi televisión”. La invitamos a entrar. En el caos de nuestra vivienda, tras analizar algunos de los libros que teníamos desparramados por el suelo, agregó riendo maliciosamente “¡En realidad quería vichar como los nuevos vecinos estaban decorando  el apartamento!”

Otro día, meses después, tras un largo período de silencio a la hora señalada y sin diarios en el felpudo –presumíamos lo peor- me la encontré apoyada en la pared del recibidor de la entrada, con dos muletas a los costados, como una pistolera sobredimensional. Me confesó que su ausencia era producto de que se “¡había operado las dos caderas, jovencito, porque aún no tengo cien años, y hay todavía mucho por ver y hacer en mi vida, yo no me entrego así como así!” y me obsequió  una verdadera sonrisa de dientes auténticamente falsos desde la gran pequeñez de su humanidad.

 

El edificio en el que vivimos es un compendio de senectudes. En él, en comparación, soy un junior, y La Catalana una recién nacida. Si llegaran a hacer un censo en materia habitacional de cuál es la construcción en toda la región con mayor ocupación de sept, oct y nonagenarios seguro que salimos en segundo lugar –batidos sólo por el cementerio- “Un depósito de sabiduría” me diría el vecino del cuarto piso, Signore Bulato, 89 años, italiano que llegó a Suiza en la primera oleada de inmigrantes que le escapó a la pobreza tras la guerra. O “Es una suerte que gente joven decida venir a vivir con nosotros” diría Frau Senn, alias La Simpática, vecina del tercer piso, 92 años batidos por el Parkinson, que  también habita sola.

Según datos recogidos en el año 2000, en Suiza viven cuatro de diez octo y nonagenarios solos en sus apartamentos. El nivel de vida, la educación y la salud de las personas ancianas ha aumentado de tal manera que, de acuerdo a ese estudio, a los pichones de Matusalén ya no los tiran en los asilos como antes.  Ahora, gracias entre otras cosas a Spitex, que es un servicio creado por los hospitales para atender personas de alta edad en los propios domicilios (les ayudan en todo sentido: desde la higiene a acarrearles las compras a casa) permanecen lo más posible, siempre que la salud lo permita, entre sus queridas cuatro paredes. Haciendo más humano el hecho de envejecer- Y si tenemos en cuenta que en 1950 habían sólo 61 personas centenarias contra los 787 de hoy día, y que por los 8800 nonagenarios e aquel entonces se contabilizan hoy 47900, nos podemos hacer una relativa idea de la magnitud de la situación.

Calculan que para el año 2050 la cifra de personas con ochenta y más años se va a triplicar. En ese lejanísimo futuro yo mismo voy a integrar ese segmento de la población. Informaré con más detalle dentro de 45 años. Continuará.

 

A la Sra. Puente la encontrábamos por todos lados. En la escalera, tratando de subirla o bajarla, asida al pasamanos, refunfuñando. Frente a los buzones, espiando el correo de los demás, murmurando para sí su mantra personal lleno de juramentos y maldiciones. En el lavadero del sótano, los días miércoles, manipulando malamente la lavadora e inundando todo el recinto (el miércoles es conocido por lo vecinos como El Día Húmedo) repitiendo una y otra vez “¡yo no sé de donde ha salido toda esta agua!”. En la zona peatonal de la ciudad, caminando encorvadísima, protestando el precio de abrigos que ella, de todas maneras, nunca hubiera podido comprar. La Señora Puente se llamaba en realidad Frau Heuberger y habitaba en el apartamento sobre el nuestro. La Catalana le había puesto el sobrenombre ya el primer instante que la vio, caminando ella en un imposible ángulo de 90 grados, la vista fija en el suelo, y puteando el estado de las cosas con un vocecita débil, como de pájaro. Una maravilla disparatada de las células y los genes arquitectos ayudados por el lumbago y los años habían hecho posible esa bizarra obra en eterno malhumor. Por las madrugadas la oíamos caminar trasladando sillas de una habitación a otra y abrir las canillas del baño por horas; el agua corriendo por las cañerías nos ayudaba a dormir. Las caminatas la atribuíamos a insomnio y el cambio de sillas a redecoración de interiores a horas impropias. Nunca logramos descubrir qué hacía con tanta agua.

Una vez, al llegar yo del trabajo, la encontré a medio camino en la escalera con la lengua afuera. Tenía con ella dos gigantescas bolsas con la compra a los costados. Como yo me había ofrecido varias veces de ayudarla y siempre había denegado hosca con un gruñido nada dije esa vez. Antes de entrar a nuestro apartamento, atizado por la mala conciencia, me giré y le espeté irónico “¿Seguro que como siempre no precisa ayuda?”. Al no responderme pero mirarme, con un dejo de resignación y cansancio, fui, le saqué las bolsas y se las llevé hasta la puerta de entrada de su domicilio. Al pasar a su lado le quise preguntar varias cosas. Si conocía la ley de la gravedad o si tenía algo en contra de Newton. Quise contarle la teoría del Ratón Pérez, mi profe de cuarto liceal de física, que en cada pausa, sobre una de las mesas de la cantina, mientras fumaba uno de sus tabacos armados a mano, trataba de parar un bolígrafo del lado con el que se escribía porque según él cada cosa tenía su centro y todo era cuestión de encontrárselo, pero, regla de oro, sin forzarlo, en armonía y equilibrio. En cambio la miré a los ojos (tarea difícil si las había teniendo en cuenta su grado de inclinación geométrica) y le dije clara y lentamente y en buen alemán que se dejara de hinchar las pelotas con tanta independencia de opereta, y que si precisaba auxorro o soquilio,  como decía el poeta Víctor Hugo Fernández, del INVE, hijo del Negro Antenor, que la pidiera, faltaba más, etc, etc.

Al volver de las vacaciones descubrimos que ya no estaba. Parientes o vecinos o ambos combinados la habían convencido de la imposibilidad de independencia y le habían ofrecido un territorio autónomo en un asilo de ancianos. A lo mejor Lasor le comparó la situación con el estatus que tiene Córcega en relación a Francia, y le dijo que tan malo no era, que cada tanto podía hacer algún atentado que otro si la cosa no le agradaba. No sé. La cuestión es que nos vino de perillas.

Acabamos de mudarnos a su apartamento, más grande y luminoso. Y por las noches las sillas permanecerán en su lugar y las canillas cerradas. Para beneplácito del nuevo vecino que se apropie de nuestra vieja morada, cuya paz solo se verá perturbada cada día al caer la tarde, cuando los misiles empiecen a cader a sus pies, a través de paredes, a las 19:30 en punto.

 

Wilmar Berdino

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