periodismo cultural y nueva obra

crónica

25.03.2011 21:45

   acercamiento digestivo a javier

                                                otárola

 

Unas de las primeras cosas que le llaman la atención a uno viajando en Suiza es la poca -o nula- privacidad oral de los helvéticos. Lo que en otra latitud es considerado de mal gusto o, mínimamente, de falta de cultura, es ejercitado por aquí con una soltura y desparpajo que llegan a asombrar. La ingestión de comida y la ejecución de largas peroratas teléfonicas a viva voz son hechos de procacidad cotidiana; uno llega a saber el estado del sistema digestivo y social de los aludidos siendo mero espectador y oyente involuntario.

En nuestro tren matutino hacia Ginebra no se hacía excepción. Manadas de bien vestidos residentes del norte de Suiza sorbían, masticaban y discutían en estéreo con el ánimo azuzado por la pálida luz del sol de Marzo que asomaba en el horizonte. Los pronósticos atmosféricos eran favorables para una excursión largamente postergada y ambos subimos al tren bien dispuestos a afrontar las casi cuatro horas de viaje atravesando diagonalmente el país. El viaje a Ginebra prometía ser un no-relax de sonidos guturales y revelaciones sentimentales. El medio ambiente encastrado en los vagones no escondía las ansias de tragar y expeler. Afuera unas estáticas vacas nos miraban pasar con bovina indiferencia y el motivo del viaje nos esperaba, también estático e indiferente, al final del mismo.

            

Primero terminé de leer el Borges de Adolfo Bioy Casares (increíble y fantástico armatoste de quilo y medio y 1600 páginas) y luego partí, partimos. La deuda era casi de honor. Adorado desde mi infancia y juventud fernandina lo tenía ahora, desde siempre, casi de vecino, en la otra punta de Suiza. De todas maneras la inmortalidad, al ser un  tema central en la obra de Borges, hacía que postergara una y otra vez la partida, la visita. Es bien sabido que los muertos son de una locomotividad bastante limitada y tienden al arraigo y al conservadurismo en su última morada. Debido a eso y a otras excusas el tiempo (otro tema principal en su obra) nunca era el adecuado. Nuestras vidas son laberintos (un tema más) de ocupaciones extrañas en las cuales priorizamos lo postergable y dejamos de lado lo importante o lo que debiera serlo. Por eso el martirio de seres masticando corazanes y explicando a un invisible interlocutor las bondades del último antivirus salido al mercado no impedían, a pesar de los pesares, nuestro resoluto avance ferroviario hacia el escritor fenecido el 14 de Junio de 1986 en Ginebra.

        

A Jorge Luis el agnóstico se llega, irónicamente, a través de la Rue de la Synagoge, callejuela de pocos mas de 200 metros que muere -nunca mejor dicho- en el Cementière des Rois, en el barrio de Plainpalais en Ginebra, zona parcialmente alejada del bullicio turístico del lago y la ciudad vieja en lo alto, amurallada con las piedras ancestrales del burgo y la iglesia, y adornada con las piedras preciosas de las relojerías y los negocios exclusivamente onerosos que componen el centro comercial chic de una de las ciudades mas caras del mundo. Los placeres del espíritu y los pecados corporales unidos en un par de quilómetros cuadrados. Aquí, en el Cementière des Rois yacen los famosos, los prohombres, la alcurnia, el intelecto, las fuerzas sociales, los que, de alguna u otra manera, movilizaron con sus ideas y obra a las masas. Allá arriba, alrededor, vibra la lujuria y el deseo, la vida Patek Philippe, que también moviliza masas, pero estas menores en cantidad y mas pudientes en calidad económica.

El cementerio, que está a la orilla izquierda del Ródano y es el único que data de la Edad Media, es un parque con tumbas sueltas repartidas, pareciera ser, a un irreconocible azar. Los árboles, muchos en número, hacen sombra por los senderos y las lápidas se entremezclan en el paisaje, mimetizadas por el entorno. Algunas son parte del tronco de abedules centenarios; otras están engravadas en rocas o caídas en profana libertad naturista. Hay senderos floridos y algunos bancos de esos que se veían en las antiguas plazas y plazoletas, de madera, con toda la tendencia a la decrepitez y, pareciera, en un cuidado descuido. El cementerio da toda la impresión de un parque en el cual las tumbas son parte de una decoración total. La muerte llamando a la vida, por así decirlo. Y la vida, como no, está presente, mascando, deglutiendo, despedazando, ingeriendo. Algunas decenas de personas, la mayoría en grupos de dos y tres, caminaban por el lugar con el aire liberador de aquel que tiene una pausa laboral, tomaban posesión de alguna banqueta y extendían sus viandas bajo el sol del mediodía. La congoja de años idos no afectaba la metódica acción de molares, premolares y caninos. Huevos duros pasaban a bodega, salchichones caían exaustos en cavidades bucales ansiosas; el determinado deterioro de los nobles huesos que yacían impetérritos no detenía el hambre, el llamado de la vida, la vida misma exigiendo alimento ante el -ilustre- pasado allí expuesto.

Llegamos a Jorge Luis. Su hermosa lápida, una roca esculpida, un cerquito de verdes arbustos enanos, una rosa que algún admirador, admiradora, había dejado. En la parte anterior el nombre sencillamente escrito con un ejército de guerreros avanzando con los brazos alzados; en la posterior una nave vikinga con el epitafio en inglés antiguo and ne forhtedon na (y sin temer nada, que proviene de un poema épico del siglo X, La Batalla de Maldon, en cual un guerrero arenga a sus hombres en Essex, Inglaterra, antes de morir peleando contra los invasores vikingos) y debajo con la dedicatoria de ulrica a javier otárola, nombres que se daban a sí mismos María Kodama, su última mujer, y Borges. Pocos metros atrás, en la cabecera, si se quiere, de Jorge Luis, se encuentra la tumba de Grisélidis Réal, Ecrivain-Peintre-Prostitueé, según reza en su lápida. Mas tarde, ya en casa, con la ayuda de Wikipedia, me educo acerca de Grisélidis; luchadora por los derechos de las prostitutas en Francia descansa ahora a pocos metros de quien supo, arrabal de por medio, frecuentarlas. Dos chicas (écrivains? peintres? prostitueés?) le dejaron una flor y permanecieron unos minutos en silencio frente a su sencilla última permanencia en la Tierra. A la derecha de Borges, tras un frondoso árbol, se encuentra la tumba de otro famoso: Jean Calvin, fundador de la doctrina calvinista en la cual se basa la iglesia protestante, quemador de herejes como Miguel Servet, al que envió a la hoguera (aunque Calvino se defendió diciendo que el bogó por una muerte menos dolorosa, el decapitamiento) por negar la existencia de la Santísima Trinidad, base de su prego. La santíma trinidad: Borges, Grisélidis, Calvino. Una broma terrena involuntaria en un predio arbolado a la orilla izquierda del Ródano en donde oficinistas y empleados bancarios hacían cuenta de sus meriendas bajo el sol de Marzo.

        

Salimos pensativos, caminando el sendero de pedregullo, con deseos de un haiku borgeano, un shake, un soneto, una manzana, una mísera octavilla, una pizza, lo que fuera. Una señora de largo sobretodo marrón y sombrero con pluma, portadora de dos bolsas de supermercado, había acaparado uno de los bancos casi a la puerta de entrada del Cimetière y se dedicaba a desplegar, con parsimonia, un mantelito a cuadros. Desde lo alto de una cúpula que componía un mausoleo un señor de grave barba blanca la observaba con la fría seguridad que da el mármol, el índice rígido de las estatuas apuntando al contenido de su compra. La pasamos de largo y sentimos que nos chistaba. Al girarnos la vimos blandir un sandwich y mover los labios. Yo creí escuchar que nos susurraba "and ne forhtedon na!". Pero no estoy seguro. A lo mejor fué una ilusión. De alguna de las dos hambres.

 

 

wilmarberdino@hotmail.com

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